martes, 28 de junio de 2016
Meteorología
Algunos amores empiezan durante una tormenta, justo cuando el resplandor de un rayo hace aparecer a uno de los protagonistas ante el otro como una silueta fantasmagórica a la que le arde el pelo.
Son ya para siempre amores extraños, difíciles y peligrosamente vinculados a los fenómenos meteorológicos. Amores que languidecen cuando llueve sin parar durante varios días, o que se vuelven insólitamente apasionados bajo una luna de agosto grande y roja. Amores variables y hasta caprichosos, se diría que víricos por su grado de permanencia bajo la piel, vinculados a la belleza como las aspas de un molino a las corrientes de aire, indestructibles a causa de su propia condición versátil, de su capacidad para reinventarse en una historia distinta al paso de cada anticiclón o borrasca.
Aquella noche de tormenta, él se apoyó en la puerta del bar del hotel y su pelo ardió ante la mirada de ella, sentada ante la única mesa que no estaba vacía.
Luego no tardaron en entablar conversación, naturalmente sobre la tormenta, y empezó un largo juego de sobreentendidos y miradas que terminó pocas horas después en el dormitorio de la planta de arriba, el único que no estuvo vacío.
Algunos amores, quizá por meteorológicos, no precisan de charlas sobre el tiempo,
( los amantes se recrearán en ello en las cenas de secreto aniversario: tú y yo nunca hemos necesitado llamarnos a engaño, se dirán el uno al otro, esto nuestro es lo que es, nada más que lo que es; aunque en el fondo los dos sabrán que no saben casi nada y que lo poco que sabían se les escapó de las manos desde el primer minuto, y se quedarán pensativos, viendo caer a sus pies las hojas amarillas)
por eso a ella le extrañó oírse hablar del hermoso sol después del aguacero, a la mañana siguiente del encuentro en el hotel de la montaña. A él, que el buen tiempo hubiera regresado le agradó tanto como a ella, y añadió que el cielo era tan puro como si acabaran de dibujarlo con lápices de color añil. Ella rió, acusándole de cursi. Él también rió, y enseguida concluyeron -la primera de muchas veces- que aquello suyo era lo que era y nada más que lo que era, y que no convenía llamarse a engaño.
Años después, en uno de sus posteriores encuentros, proyectaron viajar juntos a las tierras de la aurora boreal, si bien nunca establecieron cuándo. El viaje quedó muy bien amarrado en el territorio de los sueños, el más deseado entre todos los que, como reyes de un planeta inmenso y zarandeado por todas las meteorologías, compartían y anhelaban. Les pareció, seguramente con acierto, que la culminación de su historia tendría el mejor escenario bajo el meteoro más bello y misterioso, y este deseo alimentó las fantasías de ambos durante los largos periodos en que vivieron separados.
Por eso, cuando la Gran Aurora Boreal llegó, ellos no se asustaron ante la catástrofe como todo el mundo. Muy al contrario: perdiendo de una vez todos los miedos, salieron desde puntos muy distantes a la misma noche helada y se encontraron a medio camino, en el mismo corazón del desastre. Y todas las noches áridas y secas, al igual que los días blandos y mojados, quedaron relegados inmediatamente al olvido.
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