Abrí bien los ojos y miré alrededor: no sólo piernas, sino cuerpos enteros, desnudos y en estado de reposo, me rodeaban por todas partes.
Intenté recordar cómo había llegado a aquella orgía. Yo no soy de orgías. ¿Me habrían dado burundanga? Mi memoria estaba a oscuras, lo cual era lamentable porque ¿me lo habría pasado bien? ¿habría hecho cosas que nunca hice antes con partes de mi cuerpo inexploradas y compañeros inimaginables?
Unos segundos de consciencia y me invadió el agobio de encontrarme desnudo e indefenso, cercado por un bosque de desconocidos.
Me incorporé como pude, sin molestar, sin hacer ruido. Procurando dar los menos pisotones posibles, me dirigí a la puerta cerrada de la habitación.
Algunos de mis compañeros y compañeras ya se habían despertado como yo; otros empezaban a revolverse y la mayoría roncaba a pleno pulmón, desparramados sobre la moqueta.
¿Dónde había dejado mi ropa?
¿Y mi cartera?
A mi mente nebulosa acudieron imágenes de música estridente y luces de discoteca. Y nada más. Sentía vergüenza de no conocer a nadie, quizás en algún momento había metido la pata o resultado impertinente con alguna de aquellas señoritas y caballeros...Un dolor intenso castigaba cada músculo de mi cuerpo, como si me hubieran propinado una somanta de palos.
Conseguí llegar medio arrastras a la puerta, pero, cuando por fin me disponía a salir, una voz me detuvo pronunciando mi nombre. Me volví. Era una joven de belleza espectacular, como una modelo de Victoria Secrets, o una diosa de Boticcelli, blanca, casi transparente, con la melena esparcida sobre la piel desnuda tapando nada.
-Me prometiste que desayunaríamos juntos-dijo
Sufrí entonces un ataque de pánico, me aferré a la puerta y huí. Fuera encontré una ropa que no era mía y que me estaba enorme, una especie de túnica de colores chillones de cantante africano. Me la puse sin buscar más. Las calles estaban vacías, debía ser domingo por la mañana, bastante temprano. Corrí descalzo por las aceras sucias. Las pocas personas que encontré me miraron aterradas, convencidas de que era un loco escapado de algún psiquiátrico. Esquivé a la policía escondido en un portal y al poco llegué a casa a tropezones, exhausto. Pensé con angustia en la cara que iba a poner mi madre al abrirme la puerta y verme con aquella pinta. Pero ella no dijo nada, creo que la saqué de la cama con mis timbrazos y se volvió a acostar sin mirarme siquiera. Sólo farfulló un par de insultos que me sonaron a gloria y me calmaron hasta hacerme dormir tumbado en la oscuridad de mi habitación durante horas.
Fue al despertarme, ya de noche, cuando empecé a recordarlo todo. Por las salidas del aire acondicionado de la discoteca Lascivia (escríbase con la S al revés) había empezado a salir un humo deliciosamente aromático. Sólo eso, lo demás vino rodado. Tumbado en mi cama, mirando al techo, no fui capaz de contar con cuanta gente me había besado y sobado. A cuantos seres humanos penetré por distintos agujeros ni cuántos me penetraron a mí. Recordé que había un tío grabando con una cámara. Recordé también que había repetido con la chica que parecía una diosa, incluso recordé la famosa promesa del desayuno juntos. Me había gustado mucho aquella chica. Tenía los pechos pequeños y redondos como manzanas y la mirada oscura como un pozo de los deseos. Me vino a la memoria que había querido tener hijos con ella, varios y de diferentes formas. Pero, ¿quién diablos se enamora en una orgía? Ni siquiera en una orgía involuntaria.
Yo no soy de orgías ni de enamorarme. De tener hijos, menos. Yo soy el hijo aquí, vivo con mamá y me siento muy feliz con ella.
-Está bien-le dije al techo de mi habitación.-Vamos a dejarlo en manos del destino. No haré nada por encontrarla, pero si ella me encuentra a mí, nos casaremos y viviremos felices para siempre. Si no consigue encontrarme, no importa, seguiré con mis costumbres habituales.
Eso sí, lo tengo decidido: ningún sábado futuro, por lo que pueda pasar, dejaré de acudir a la discoteca Lascivia.