lunes, 29 de octubre de 2018

Starman





Es agradable cuando nos reunimos al final de la jornada.

Nos juntamos en una de las antiguas estaciones de metro, una de esas que están llenas de fantasmas. Somos tan pocos que con unos metros de andén nos vale. Nos sentamos alrededor de una linterna grande, comentamos la marcha de la cosecha en los invernaderos. disparamos de vez en cuando a alguna rata despistada que cruza los railes y planeamos empresas comunitarias, como limpiar los tragaluces para que nuestra vida subterránea no pierda del todo el contacto con el sol.

La reunión nocturna es nuestra única distracción. A la superficie no subimos nunca. Todavía no nos atrevemos, aunque ya llevamos bajo tierra más de cincuenta años y, quién sabe, puede que la atmósfera haya empezado a limpiarse. 

Para empezar la velada solemos escuchar música en un cacharro ruinoso. Casi siempre a Bowie. No sé por qué nos gusta tanto Bowie, sobre todo Starman, que ha llegado a ser el himno de nuestra pequeña comunidad. Creo que la canción nos recuerda a los que se marcharon.  Sospecho que deseamos más que nada que haya un hombre de las estrellas esperando en el cielo, alguien a quien le gustaría encontrarse con nosotros.

Los que se marcharon simplemente despegaron un día en más de diez mil naves, Nos dejaron aquí, sin apenas huella de ellos en nuestro recuerdo, sólo una remota esperanza de retorno futuro. La certeza, parecida a una fe religiosa, de que vendrán a buscarnos y nos transportarán a un planeta soleado donde viviremos respirando aire libre.

Después de la música comentamos noticias. El hombre pelirrojo (todos, incluso él, hemos olvidado su nombre) cuenta que ha oído claramente un estruendo de maquinaria procedente de la superficie. 

-¿Serán los que se marcharon haciendo aterrizar su nave?-pregunto yo-¿Será que ya vienen a buscarnos?

-De eso nada-contesta la mujer más vieja del grupo, malhumorada-No es más que el ruido de los terremotos. No hay nadie ahí arriba, nadie en absoluto. 

Entonces se produce un largo silencio, lleno de frío. La luz de la linterna languidece. Algo nos muerde por dentro y nos miramos de reojo sin decir palabra, como si guardáramos un gran secreto. Luego, todos a la vez, pensamos en el buen Starman de nuevo, y en el gran deseo que tiene de venir a saludarnos. 

El guardián del almacén nos reparte en ese momento las pastillas. Nos retiramos a dormir a nuestra madriguera. Soñamos con mares y con cielos limpios, con praderas de hierba y con amaneceres. Esto es todo lo que lograremos tener, aun dormidos lo sabemos. 

Acaso alguien llegaría a afirmar que somos infelices, pero nosotros, en lo profundo del sueño, ya no podemos oir nada.