martes, 6 de diciembre de 2016

A pedazos



Veo desde las ventanas de la casa el alboroto de las olas.

Estoy en la vieja galería de los cristales rotos como si estuviera en un sueño. Aquí me siento a escribir las historias que luego tú nunca leerás hasta el final. Mientras las escribo, miro hacia el abismo azul oscuro y huelo las tormentas que se acercan. Pero no estoy describiendo este lugar, sino un campo de trigo y margaritas, un cielo sin nubes y un verano del Sur: algo muy diferente y muy lejano.


Tú me gritas desde el baño para que vigile la chimenea. No quieres que se apague el fuego.


- ¡No te despistes!- dices.


No quieres que me despiste. Quieres que esté aquí, contigo en la vieja casa, solos los dos. No quieres en modo alguno que me escape al campo dorado de trigo y margaritas. Pero yo tengo los ojos cerrados y no voy a vigilar la chimenea. No voy a obedecerte. Voy a despistarme un buen rato, antes de que vuelvas de la ducha a sentarte junto al fuego, medio envuelto en la toalla y chorreando agua por los dedos de los pies.


Estalla el primer relámpago. Se va la luz. El mar se vuelve negro y se cae un trozo de escayola del techo del salón. Un trozo grande, uno más: ocurre a menudo.


Por las fracturas de los cristales se escurren regueros de agua. Forman un mapa de ríos y afluentes separados por cordilleras. Los sigo con el dedo hasta que me llamas, otra vez a gritos, desde el baño.


-¡Ven, corre! ¡No encuentro el jabón!


Sorteando los pedazos de moldura rota, salgo al pasillo.


Me da miedo el pasillo. Es tierra de nadie y a la vez es tierra de no sé muy bien qué. Muchas veces he imaginado que una mano se agarraba a la mía aquí, en la oscuridad del corredor. Creo que incluso he llegado a sentir su roce y su roce era el del filo de un cuchillo, un tajo de hielo, sin materia, sólo un corte vivo que secciona la carne. 


Entro en el baño, te busco a tientas a través de las cortinas de la bañera y encuentro tu cuerpo mojado.


-Ayúdame a buscar el jabón. Está por ahí, no quiero pisarlo y caerme.


Me inclino y aquí está el jabón. No era tan difícil.


-¿No quieres enjabonarme tú?-dices, sujetando mis dedos como si fueras el fantasma del pasillo.


Se estrella contra el suelo un trozo de azulejo. Un relámpago te hace visible y me hace visible a mí, y nos estamos mirando inmóviles los dos, mientras la casa se cae a pedazos.

Extiendo el jabón sobre tu piel mojada. Con mi dedo, dibujo en ti margaritas de espuma. Recuerdo cuando tu piel era un campo caliente. Pienso en días de verano bajo cielos azules. Me acuerdo de la risa y del deseo.


Luego pienso en los días presentes, que se arrastran entre humedad y niebla, los días podridos.Y  en el corredor sin luz, que nos engullirá a ti y a mí dentro de unos momentos, cuando intentemos llegar hasta la chimenea  y entonces empiece a derrumbarse el techo. Las vigas, las tejas, las figuras de piedra, las telarañas, las goteras, el desván entero... Todo caerá sobre nosotros como un castigo estúpido.


O simplemente pasará la tormenta, transcurrirá la noche y amanecerá otro día exactamente igual a los demás.


Pienso en todo eso pero no digo nada. Con el dedo enjabonado, dibujo sobre ti otra margarita.