El vizconde Sigfrido guarda una moneda de cinco duros en su calcetín menos remendado. Luego se enfunda el calcetín en el pie izquierdo y hace lo propio con otro de diferente color en el derecho.
A ambos los tapa con unas botas que ha robado hace media hora a un senderista, un joven incauto que dormía la siesta descalzo bajo los pinos, en la ladera cercana.
Como Sigfrido no es ningún desalmado, antes de que el excursionista se despierte ha corrido a rebuscar en la mansión unas viejas zapatillas de papá y las ha depositado con sumo afecto en el lugar de las botas. "No vaya a ser, se dice, que este buen muchacho coja una infección por volver a su casa descalzo".
El vizconde nota con regocijo la monedita de cinco duros en la planta del pie. Se la cogió ayer del bolsillo a la vecina, doña Hermelinda, mientras la señora se volvía con dificultad a mirar la hora en el reloj de la torre. Con ella, Sigfrido bajará al estanco del pueblo y se comprará tabaco para la pipa, aunque sea un paquete pequeño, no importa. Lo que cuenta es que volverá a sentirse como lo que es, un caballero noble de rancio abolengo fumando su aromática cachimba, bien repantingado en el butacón de la sala.
El vizconde Sigfrido recuerda haber sido siempre pobre como una rata. A duras penas cubre sus necesidades básicas vendiendo chatarra de la mansión familiar, afanando minucias en el pueblo y, últimamente, cobrando un pequeño alquiler a una tribu de titiriteros alojados en el piso de arriba.
Papá y Mamá, en cambio, sí que habían nadado en la abundancia. Disponían de chacha y mayordomo y veraneban en Biarritz. Trabajar, lo que se dice trabajar no trabajaron jamás, ni tan siquiera habían movido un dedo más allá del gesto de tocar la campanilla para llamar al servicio y pedir el té de las cinco. Así que, no mucho después de que Sigfrido llegara al mundo entre sábanas de algodón egipcio, desapareció para siempre el último céntimo en las arcas familiares.
Mamá no tardó demasiado en levantar el vuelo. Se escapó una noche de tormenta con cierto viajante que vendía enciclopedias de puerta en puerta, un señor de gran belleza que dejaba embobadas a damas y plebeyas con el aleteo de sus pestañas y su labia incomparable. De Mamá nunca más se supo. Sólo quedó en la atmósfera de la mansión el eco fantasmal de su perfume francés y el vuelo de sus encajes, perceptible a través de ciertos contraluces en las tardes de verano.
En cuanto a Papá, muy abatido, profesó como religioso en el cercano monasterio de la Santísima Parra. A él sí que acudía a visitarle periódicamente Sigfrido, y se llevaba para casa buenas lonchas de mortadela junto con algunos dulces convetuales mordidos.
Sigfrido jamás los echó de menos. Sobre todo ahora, con los titiriteros de huéspedes, con sus pasos llenando de vida el entarimado de arriba y sus prácticas de acrobacias en el jardín.
"Con titiriteros de inquilinos, ¿quién necesita a progenitores cursis?", se pregunta el vizconde, mientras se dispone a salir y se atusa en el espejo rajado de la entrada.
Al abrir la puerta del caserón, se topa de frente con el montañero de antes. LLeva las zapatillas y le mira con impertinencia los pies.
-¡Oiga! ¡Haga el favor de devolverme mis botas o le denuncio ahora mismo a la guardia civil!
-¡Joven, por favor!-se indigna Sigfrido-¿qué modales son esos? Es verdad, es verdad, confieso que yo tengo sus botas, pero no ha sido un hurto por vicio, sino por tradición familiar, amén de para prevenir los sabañones. A cambio le he dejado esas zapatilllas de pana de primerísima calidad. ¿De qué se queja?
El joven, estupefacto, se pone como un tomate y aprieta los puños con rabia. No sabe qué decir a tanta desfachatez. En un momento se distrae mirando a uno de los titiriteros que baja enroscado por el tubo del desagüe y Sigfrido aprovecha para darle con la puerta en las narices.
-¡Vuelva usted mañana!-le grita el vizconde desde el interior-¡Hoy tengo la agenda apretadísima!
El excursionista piensa en emprenderla a patadas con la puerta, pero poco efecto causarán las pantuflas en un portón de madera maciza. Entonces se deja caer bajo el arco de piedra.
-¡Pues voy a quedarme aquí sentado hasta que me abra!-exclama furibundo.
-Oiga, no es por nada-interviene el titiritero mirándole cabeza abajo con conmiseración-, pero a lo mejor le va a coger un relente antes de que le abran.
-¡No me importa! Y si se hace de noche llamo al cuartelillo, que quede claro.
Mientras tanto, Sigfrido sale con calma por la puerta trasera y se encamina al estanco del pueblo. "La estanquera me quiere bien, yo creo que hasta me desea, se dice. Seguro que le saco una petaca entera por los cinco duros. A la vuelta me hago con la comida del gato de doña Hermelinda y apañamos de proteína la cena de hoy."
Y todo sale a pedir de boca, excepto que al regreso mira por la ventana del salón y el montañero continúa sentado en el escalón de la puerta.
Al vizconde le escandaliza tal insistencia.
-Pero hombre, ¿no desiste usted? Mire que va a perder el último tren para Madrid.
-¡De ninguna manera! Yo quiero mis botas. No pienso volverme en pantuflas como un imbécil.
-Está bien, está bien. Si se trata de un asunto de honor, hablamos el mismo idioma. Le abriré ahora, pero, eso sí, no se imagine que le voy a devolver sus botas. Si acaso le regalaré unos náuticos de cuando Papá navegaba en yate.
Sigfrido abre la puerta. El joven parece ahora más abatido que indignado. Aún intenta resultar amenazador, pero ya sin convicción ni energías. Le puede el agotamiento.
-O me devuelve ahora mismo mis botas o le calzo una hostia que le visto de espantapájaros-murmura.
-Venga, venga, no se altere. Mire detrás de mí, a la escalera principal. ¿A que ahora mismo está poblada por unas curiosas criaturas? Son mis inquilinos. Ellos dicen que son titiriteros, satimbanquis, pero yo no sé si creerles del todo. Incluso para títeres son demasiado flexibles y además creo que nunca duermen. De cualquier manera, me tienen ley porque les doy cobijo por cuatro perras. Si me agrede, ellos darán testimonio de su felonía ante Dios y ante los hombres.
-Pero bueno, ¿me quiere decir para qué quiere mis botas? Posee usted una mansión, véndala y se compra mil pares mejores. Yo sólo tengo estas, o las tenía, Y las necesito para subir a la sierra, mi única pasión desde que me abandonó Eleonora.
-Vaya, cuánto lo siento. Así que pena usted de amores. Pero pase y siéntese, reláteme sus cuitas con detalle. ¿Qué prisa tiene? Esta noche ceno un paté delicioso, de alta gama. Le invito. Cenaremos, fumaremos unas pipas y me referirá su historia. Eso sí, tendrá que dormir en la habitación del fantasma, las demás no se encuentran presentables porque tengo al servicio de vacaciones en Benidorm. Pero de las botas olvídese, ¿eh? Son mi botín legítimo ¿Cómo es su gracia? La mía es Sigfrido, pero puede llamarme excelencia porque soy vizconde ¿Me lo había notado en el gusto por lo ajeno? ¡Claro! ¿Ve como no hay que ponerse becerro? Venga, siéntese en ese taburete, que yo me apoltrono en el sillón de orejas y le escucho ¿Cómo es Eleonora? ¿Es una dama de belleza sin par?
-En realidad no. Es del montón, pero me atrajo de ella una circunstancia insólita, y es que posee un piso en propiedad y libre de cargas. Me interesó principalmente por eso, lo que pasa es que luego la cosa se fue enredando. Y es que Eleonora resultó ser una bomba en la cama. Cuando me quise dar cuenta estaba enamorado de ella hasta las trancas. Muy mal hecho, porque a la vez ella empezó a desenamorarse. La historia duró tres meses, al final de los cuales me devolvió a casa de mi abuela, mi domicilio habitual. Entonces me compré las botas y empecé a subir a la montaña, sobre todo para dormir la siesta ¿Sabía usted que esos pinos de ahí al lado expulsan en ciertos días y horas una sustancia psicotrópica? ¡Y gratis! Cuando me ha robado su excelencia, yo estaba soñando que era el Sultán de Brunei en su harén. Todas las odaliscas se disputaban mis favores y todas tenía la cara de Eleonora.
-Asombroso-responde Sigfrido tras un meditabundo silencio-.Lo de los pinos lo sabía, por supuesto, Lo que me pasma es que siga usted añorando a Eleonora cuando le ha largado a usted con su abuela y se ha quedado tan ancha.
-Es cosa del amor, excelencia. No puedo evitarlo.
-Pues haga un poder, hombre de Dios. Mire, a mí me abandonaron mis padres en la juventud más tierna y casi le digo que me alegro, porque son dos majaderos de tomo y lomo. La una se fue de viajanta y el otro de fraile ¿Cree usted que me acuerdo de sus caras? Bueno, de la de mi padre sí porque me da mortadela, lo cual es un estímulo importante para la memoria. Por lo demás, tenga por seguro que me importan un pito.
-¿Novia o esposa no tiene su excelencia?
-No de momento, pero no lo descarto. La estanquera me hace ojitos y me vende la petaca de tabaco por cinco duros, pero, claro, carece de antepasados y de alcurnia. Usted no conocerá alguna marquesa, condesa, duquesa, incluso baronesa en edad de merecer, ¿verdad?
-No, lo siento. Yo es que vivo en Usera y no se ven muchas aristócratas por allí.
-Vaya, pues nada, termínese el paté, que no me come usted nada. ¿A que está riquísimo?
-Sí que está rico, sí. Bueno, ¿no hay manera entonces de que me devuelva mis botas? Le advierto que por muy bien que me caiga su excelencia, no dudaré en acudir a la guardia civil. Al César lo que es del César.
-Vaya perra ha cogido con las botas, hijo mío. ¿Pues no le estoy diciendo que le voy a regalar a cambio unos náuticos de Papá? No se lo he dicho antes, pero son italianos y fabricados a mano ¡Ah, amigo, veo que le va cambiando la cara! Y encima están casi nuevos. Papá acababa de comprarlos cuando los acreedores le expropiaron el yate, fíjese si hay que ser tonto. Tenga, puede venderlos y se saca unos dineros, pero deme el capricho de las botas, hombre. Tenga presente que mis antepasados tomaron Jerusalén en la Cuarta Cruzada, y allí saquearon todo lo saqueable. Desde entonces llevamos en los genes el apropiarnos de lo ajeno.
-¡Está bien, me rindo! Venga, me marcho, que pierdo el último tren. Otro día me quedo a dormir en el cuarto del fantasma.
Cuando el joven se aleja con sus náuticos, Sigfrido se queda quieto un momento junto a la puerta. Luego le saluda de lejos con la mano y, tras cerrar la mansión, se vuelve a mirar a los titiriteros sentados en la gran escalinata.
-Menos mal que la criatura no discierne-les dice-. Le acabo de colocar los zapatos de plástico que le robé a un veraneante el año pasado. Tan contento que se va el muchacho. Un buen chico, no lo duden ustedes. Un poco interesado, pero es el signo de los tiempos. En fin, suban de una vez a acostarse, si es que ustedes se acuestan, que tengo mis dudas. Yo voy a quedarme aquí un rato con mi sillón y mi pipa. Les deseo que pasen buena noche.
El vizconde, arrellanado en el butacón y envuelto en humo transparente, escucha los rumores de la mansión, su hogar plagado de fantasmas, de perfumes antiguos, de acrobacias imposibles y de velos de encaje de mentira.
-La felicidad se parece mucho a esto-murmura.
Y se va quedando dormido, mientras, sobre su cabeza, los saltimbanquis repiquetean esbozando una danza nueva.