Se apagaron los fuegos y hoy, por fin, puedo volver a sentarme en la orilla del estanque.
El estanque de los peces de colores.
Debería ser verano. Me comería un helado como en los viejos tiempos, o me bebería una limonada, pero no hay ni una cosa ni la otra. Tampoco hay verano.
Antes de la guerra yo descansaba aquí. En este jardín me aislaba del mundo durante largas horas. Escuchaba a las cigarras hasta que caía la noche, esperaba a que la luna se reflejara en el agua quieta y, tras estirarme con el placer de un gato, me iba a dormir.
Era un jardín bien cuidado, con los setos muy altos para convertir en secreta cualquier historia que sucediera en él. En el centro, como en el corazón del mundo, el estanque cobijaba a los peces de tres colores: los azules, los dorados y los verdes, que brillaban en la oscuridad. Yo los observaba y me dejaba hipnotizar por ellos, y me pregunté a menudo si me morderian los dedos cuando los introdujera en el agua. Nunca lo hice. La pregunta se quedó sin respuesta durante muchos años.
Ahora todo me parece muy viejo. El suelo de tierra negra que me rodea aparece cubierto de ramas secas, algunas podridas, todas tronchadas por los huracanes. Los proyectiles han deformado los rosales hasta convertirlos en espinos metálicos. No se escucha un sólo canto de cigarra en cien kilómetros a la redonda. El mundo exterior ha derrotado a los setos y ya únicamente la soledad consigue preservar el secreto de este lugar.
Los peces sí, ellos se mueven, viven y brillan, porque siempre fueron de una naturaleza extraña, o tal vez por la magia de un agua en el que se han reflejado tantas lunas. Me siento en la orilla como entonces (qué bueno, qué milagrosamente bueno poder estar aquí a pesar del cansancio, a pesar del silencio y la ruina) y observo con atención su danza entre las pequeñas ondas transparentes. Es el momento de tomar una decisión, pero no seré yo quien la tome.
Voy a respirar hondo y a sumergir los dedos. Si los peces me muerden, significará que todo ha terminado y me acurrucaré entre los hierbajos esperando a que, por sí sola o porque alguien cruce la valla ruinosa y dispare, me alcance la muerte.
Si no me muerden, sencillamente aguardaré a la mañana en la misma postura, enroscado en un rincón, tal vez a salvo de todos los monstruos reales e irreales.
Pase lo que pase, ya estoy en casa. Soñaré, seguro que soñaré y de alguna manera volverá a ser verano.
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