El tren llegó veinte años más tarde de lo previsto.
Durante todo ese tiempo, los que esperaban en el andén crearon una sociedad humana con sus normas y sus tradiciones, sus vicios y sus virtudes; sus grupos, sus disidentes, sus héroes, sus artistas, sus enamorados y sus payasos.
Sobre todo fueron levantando pequeñas construcciones recreativas aquí y allá , siempre sin salir de los límites ferroviarios: columpios, toboganes, viejos coches abandonados en los que encaramarse al techo y contar historias... Viviendas no eran necesarias, pues de las inclemencias del tiempo y de los terrores de la noche se refugiaban en la sala de espera de la estación.
Surgieron líderes, se convocaron elecciones, se estructuraron las tareas de limpieza y mantenimiento. Incluso terminó por nacer una religión; en ella la salvación consistía en tumbarse sobre las vías con la oreja pegada al suelo, atentos a la futura venida del Gran Expreso que los conduciría a todos a un mundo mejor.
Quizá en respuesta a sus oraciones, quién sabe, una mañana lluviosa se presentaron allí los vagones y la locomotora con gran estrépito.
La conmoción agitó aquella sociedad hasta los cimientos. En realidad nadie recordaba ya que, veinte años atrás, su primera intención había sido salir de viaje. La larga espera se había convertido en la vida cotidiana y el lugar de paso en la patria permanente.
Pero el asombro no les duró mucho. Poco acostumbrados a la urgencia de los pitidos, no supieron ignorarlos y en seguida se ordenaron en fila para subir y ocupar sus asientos, como un pacífico rebaño.
Dejaron atrás su hogar del andén de la estación, aquél que añorarían durante toda su vida con lágrimas en los ojos, o que tal vez olvidarían sin más al doblar las vías la primera curva y adentrarse en el túnel.